Entre la defensa legítima y el uso obstructivo del litigio
Litigar todos los días en los tribunales del país permite constatar una realidad ineludible: el proceso civil ha dejado de ser únicamente una vía para la solución de disputas. Hoy por hoy, el expediente judicial ha dejado de ser un espacio en donde únicamente se discuten derechos sustantivos, sino también se libran disputas tácticas sobre tiempos, medidas, recursos y sus efectos. Lo que debería ser una herramienta al servicio de la justicia, en ocasiones se transforma en un campo de maniobra donde la estrategia procesal desplaza al fondo del conflicto.
Todos los litigantes sabemos que una excepción previa bien planteada debería de depurar el proceso; que una medida cautelar puede cambiar completamente el equilibrio entre las partes; o que la interposición de un recurso, puede generar efectos jurídicos o incluso extraprocesales significativos. Usar las herramientas que la ley ofrece para proteger los intereses del cliente es una dimensión legítima del litigio.
Sin perjuicio de lo anterior, no todo recurso, excepción o mera solicitud es jurídicamente razonable ni éticamente admisible. Cuando el proceso se utiliza únicamente para dilatar, desgastar o coaccionar, se produce una desviación de la finalidad procesal. La justicia se torna entonces en una forma de resistencia, no de solución.
Los procesos se prolongan innecesariamente, se sobrecargan los órganos jurisdiccionales, y se genera un incentivo perverso para litigar no en busca de una sentencia que dirima el conflicto, sino como forma de negociación ilegítima, presión o represalia. El proceso deja de ser un medio y se convierte en un fin en sí mismo: no se litiga para obtener razón, sino para evitar que la otra parte la ejerza.
En este contexto, el rol del abogado litigante adquiere una dimensión especialmente delicada. Su responsabilidad no se limita a conocer los medios que la ley le ofrece, sino también a evaluar el impacto que su uso tendrá en la justicia. No se trata solo de litigar bien, sino de litigar con sentido. Porque no toda acción legalmente posible es jurídicamente razonable, y no todo recurso procesal es éticamente defendible.
Litigar bien implica, sí, saber las variantes del proceso pero sobre todo, implica tener claridad sobre para qué se litiga. En esa pregunta radica la diferencia entre quien defiende un derecho y quien únicamente pretende dilatarlo.
Sebastián Meany
smeany@alegalis.com
alegalis.com
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